Hijas de la tierra

Entrada 7 – Lunes 3 de mayo de 2021
Risotto con trufa

Hace algunas semanas, Marie-Laure, amiga del alma de toda la vida, me preguntó respecto de la producción de trufas en España, ya que en un «week-end truffes» al que acababa de asistir en Ginebra habían mencionado la creciente producción trufera de mi amada piel de toro. Y no le supe responder. Me encanta la trufa (negra, blanca y …de chocolate), la uso (con parsimonia) en la cocina y su olor me fascina, pero nunca me había puesto a investigar el asunto, ni estaba consciente de las variedades en cuanto a especies, calidades y orígenes de este hongo subterráneo que algunos llaman «diamante negro» o «perla negra», y otros, más pragmáticos, «criadillas de tierra», «callosidades de la tierra», «turmas de tierra» o, en Francia, «pomme de terre noire» (patata negra), aunque ¡cuidado! que no todas esas denominaciones corresponden a las valiosas trufas blancas (Tuber magnatum), trufas de invierno o negras (Tuber melanosporum) y trufas de verano (Tuber aestivum). Tampoco son imitaciones, sino simplemente otro tipo de hongos como la Tuber brumale, Tuber indica y las terfecias (o terfezias) que, pese a carecer del renombre de las primeras, también constituyen deliciosos manjares.

Tras sumergirme, o mejor dicho enterrarme, en el universo trufero, mi pasada indiferencia me ha avergonzado. La trufa tiene características sorprendentes, además de una brillante trayectoria a través del espacio y la historia de la gastronomía, mi pasión, y, por consiguiente, amerita toda mi atención.

¿Qué es la trufa?

De modo abreviado y simple podríamos decir que la trufa es un hongo comestible, de forma redonda y de color pardo o negruzco por fuera y blanco o marrón por dentro que crece bajo tierra, sobre todo, al pie de los robles.

Sin embargo, la trufa es mucho más que eso.

Es fruto (también llamado carpóforo) del encuentro entre un árbol de trufa (roble, encino (o encina), haya, tilo, fresno, carpe, avellano, etc.) y un hongo ascomiceto[1] ectomicorrízico[2], que forma unas estructuras en las puntas de las raíces de árboles y arbustos llamadas micorrizas (¡las trufas!). Estas estructuras están formadas por los filamentos que el hongo teje alrededor y entre las células de la raíz. Y así nacen los órganos micorrizados (del griego, mukès, hongo, y rhiz, raíz), unos órganos mixtos formados por las raíces y por los hongos simbióticos del suelo.


[1] Los ascomicetos son hongos sin clorofila y saprófitos, por lo que subsisten consumiendo materia orgánica en descomposición o asociándose con otras plantas que sí contienen clorofila. Es posible encontrarlos en las levaduras, pero pueden vivir en diversos ecosistemas, tanto acuáticos como terrestres, incluso bajo tierra, como es el caso de las trufas.

[2] Los hongos ectomicorrízicos necesitan establecer relaciones simbióticas con las raíces de las plantas vasculares para cumplir plenamente su ciclo vital. Esta relación se establece mediante la formación de unas estructuras que permiten el intercambio de nutrientes, y que reciben el nombre de micorrizas.

Fuente: Truff

Estos micorrizomas son producto de una simbiosis entre vegetal y hongo que beneficia a ambos. Por sí solo, el árbol es menos eficaz para extraer en el suelo la cantidad suficiente de elementos minerales y el hongo se los proporciona, ya que tiene mejor capacidad exploratoria del suelo con sus pequeños filamentos llamados hifas. Por su lado, el hongo, que carece de clorofila, necesita para sobrevivir los azúcares que el árbol, capaz de realizar la fotosíntesis, le suministra. Entre otros manjares micóticos que crecen en simbiosis similares, cabe mencionar los boletos y los níscalos.

Desde el punto de vista morfológico la trufa consta de las siguientes partes:

  • el peridio que es la cáscara o corteza de la trufa, formado por pequeñas y apretadas verrugas piramidales de color negro;
  • la gleba es la masa interior, surcada por una serie de finas venas blancas cremosas que contienen las esporas, características de las diversas especies.

La trufa es de aspecto globoso, áspero e irregular. Su apariencia y tamaño varían a lo largo del año.

En primavera se produce la germinación de las esporas, expansión del micelio y del sistema radical de la planta micorrizada, reinfectación de raíces por el hongo y una gran actividad metabólica de las micorrizas. En esta etapa del crecimiento, la trufa resulta inapreciable a simple vista.

En verano existe una formación y engrosamiento de los primordios fúngicos y la trufa adquiere un color rojo claro.

En otoño se disminuye la actividad metabólica del hongo, las trufas adquieren el tamaño y forma definitivos y se tiñen de marrón negruzco con manchas herrumbrosas.

En invierno se detiene la actividad metabólica de la trufa, que termina de madurar, mientras su superficie se cubre de verrugas y adquiere ese color negro tan característico.

Los tipos de trufas

La distinción entre la trufa de plantación y la trufa silvestre es mínima, ya que, como veremos más adelante, lo que se inocula en el árbol es Tuber melanosporum y lo que se recoge del campo es Tuber melanosporum. La variedad es la misma y es el mismo hongo.

Aunque hay más de 70 variedades de trufas en el mundo, la mayoría de ellas no tiene interés gustativo, por lo que su atractivo comercial es casi nulo.

Sin embargo, existen cuatro especies que destacan en cuanto a aroma, sabor, delicadeza y demás cualidades que justifican su elevado valor comercial: la trufa negra (Tuber melanosporum), la trufa brumale (Tuber brumale), la trufa negra de verano (Tuber aestivum) y la trufa blanca (Tuber magnatum). También se comercializa una quinta especie, hermanita pobre en cuanto a sabor, aroma y calidad, pero mucho más asequible, la Tuber indicum, también conocida como trufa china.

Trufa negra (Tuber melanosporum)

La trufa negra (Tuber melanosporum), designada por algunos como el «diamante negro de la gastronomía» o «trufa del Périgord» (región histórica del suroeste de Francia), es la más conocida y se considera la reina de las trufas. Crece de forma silvestre y, desde hace unos años, también se cultiva en las denominadas truferas (conjunto de trufas). Su recolecta se realiza durante el invierno. Es la trufa que más se utiliza en la cocina y admite cocción. Su temporada va desde el 15 de noviembre al 15 de marzo. Tiene una carne negra muy característica, en ocasiones con sombras, con matices que van desde violeta a rojo y vetas de color blanco. Su exterior está cubierto de rugosidades cuyos ángulos regulares recuerdan las caras de un diamante tallado. Respecto a sus dimensiones, pueden variar desde las de una pelota de golf hasta las de una naranja, e incluso, en el caso de las trufas de plantaciones, pueden ser mucho más grandes.

Trufa blanca (Tuber magnatum)

También conocida como “trufa borde” o “trufa machenca”, la Tuber brumale a veces se confunde con la trufa negra. Pese a un aroma muy intenso, es de menor calidad que la trufa negra y más pequeña. Su gleba es de color negro violáceo con vetas blancas más gruesas; las rugosidades que la adornan son mucho menos marcadas que en la Tuber melanosporum. Mucho menos sensible a la sequía que su prestigiosa hermana mayor, crece en mayor abundancia y es más barata, por lo que la industria agroalimentaria la suele preferir para la fabricación de salsas y otros productos trufados.

Trufa brumale (Tuber brumale)

También conocida como “trufa borde” o “trufa machenca”, la Tuber brumale a veces se confunde con la trufa negra. Pese a un aroma muy intenso, es de menor calidad que la trufa negra y más pequeña. Su gleba es de color negro violáceo con vetas blancas más gruesas; las rugosidades que la adornan son mucho menos marcadas que en la Tuber melanosporum. Mucho menos sensible a la sequía que su prestigiosa hermana mayor, crece en mayor abundancia y es más barata, por lo que la industria agroalimentaria la suele preferir para la fabricación de salsas y otros productos trufados.

Trufa de verano (Tuber aestivum)

La trufa de verano (Tuber aestivum), o «trufa de San Juan», puede generar confusión con la trufa negra, ya que su aspecto externo presenta semejanzas. Se cosecha de mayo a septiembre. Se encuentra en los mismos suelos que la Tuber melanosporum y, de hecho, un mismo árbol puede producir Tuber aestivum en verano y Tuber melanosporum en invierno, aunque se trata de dos especies distintas. Las dimensiones de la trufa de verano pueden variar desde el tamaño de un huevo al de una manzana grande. El peridio es marrón con rugosidades mucho más marcadas que las de la trufa negra. La gleba es de color avellana y veteada de blanco. Resiste muy bien a la cocción, por lo que se utiliza con frecuencia en la fabricación de productos trufados. Su precio es, en promedio, seis veces menor que el de la Tuber melanosporum.

Trufa china(Tuber indicum)

La Tuber indicum es originaria de la China. Muy parecida a la trufa negra, carece sin embargo de aroma y sabor, y su textura es algo acorchada. Su función es adornar el plato y se vende tanto fresca como en conserva. Se exporta en grandes cantidades a los mercados europeos por su bajo precio y su parecido a la Tuber melanosporum. De todas formas, cabe destacar que existe una gran confusión taxonómica con las trufas chinas. Los estudios moleculares sugieren que Tuber indicum y Tuber sinense son la misma especie, mientras que la Tuber himalayense sería una trufa distinta, más escasa y de mejor calidad.

Truficulura

Antes que nada, que quede claro que sin micorrizas nunca se producirían trufas. Es indispensable tener el árbol o el arbusto y el hongo asociado. La vida de una trufera se encuentra muy ligada a la del árbol simbionte con el que vive.

Si bien en un inicio las trufas no se cultivaban, sino que crecían silvestres y había que encontrarlas, hoy en día, los avances científicos permiten la micorrización de las plantas en laboratorio, y la reproducción acelerada y optimizada de un proceso que puede tardar miles de años en la naturaleza.

Vivero micorrizado. Fuente: Micofora

La primera etapa consiste en hacer crecer las bellotas, las avellanas u otras semillas de árboles anfitriones en un terreno exento de cualquier hongo susceptible de contaminar las raíces.

A continuación, estas plántulas se trasplantan a un substrato natural que contiene las esporas de la trufa que colonizarán las raíces para formar un micorrizo, proceso que dura entre cuatro y seis meses. Cada planta recibe un número único, que garantiza al plantador su calidad y su autenticidad.

El truficultor deberá velar por que la planta tenga suficientes micorrizas de trufa para sobrevivir y evolucionar correctamente en campo, y para que el hongo sea capaz de competir con otras especies micorrícicas presentes en el suelo y que podrían poner en peligro la producción.

Fuente: Micofora

En una plantación trufera podemos distinguir dos fases o periodos claramente diferenciados. El primero, sería el de formación de la trufera, y puede durar entre seis y ocho años, y el segundo periodo sería el de producción propiamente dicho a partir de los ocho o diez años.

La primera etapa de formación corresponde a una fase en la que las micorrizas invaden poco a poco el terreno con el crecimiento de la raíz del árbol. Conforme el micelio de la trufa se instala y adueña de un terreno, se aprecian unos síntomas evidentes en la superficie en la que aparecen los denominados calveros o quemados. En estos calveros se seca la vegetación herbácea y la mayoría de las plantas, y el suelo queda casi desnudo.

Una vez establecida la trufera, con su característico quemado en la base del árbol, se inicia la fase productiva que depende de la especie leñosa asociada.

Recolección

Habida cuenta de que la trufa crece entre 1 y 30 centímetros de profundidad, para su recolección se necesita la ayuda y el olfato de cerdos o perros. La verdad es que se utilizan cada vez más los perros adiestrados en vez de los cerdos, buscadores tradicionales. No existe consenso en cuanto a la raza más adecuada de perro, aunque algunas de las más utilizadas por expertos truferos son el lagotto romagnolo, el labrador, el braco y diversas razas de perros pastores.

Fuente: Planfor

Los cerdos no precisan de mucho adiestramiento para buscar trufas, ya que está en su naturaleza buscarlas para saciar su apetito. El mayor adiestramiento debe darse para que una vez encontrada la trufa cesen en su búsqueda y no se la traguen. Por el contrario, los perros necesitan, al principio, un mayor entrenamiento hasta que entienden cuál es el aroma que deben buscar. Sin embargo, una vez se ha conseguido adiestrar a un perro, su manejo, resistencia y carácter por lo general es más adecuado para la búsqueda de trufa.

El equipamiento básico para la recolección de trufas es el siguiente:

  • perro o cerdo truferos entrenados;
  • cuchillo o machete trufero con punta afilada para excavar en busca de la trufa;
  • zurrón o morral trufero para ir guardando las trufas recolectadas mientras se trabaja en la plantación;
  • rodilleras de jardinero o cojín acolchado para evitar que las articulaciones sufran mientras se está agachado escarbando;
  • guantes para evitar heridas y tierra en las manos.

Por lo general, durante la recolección, el perro va olfateando el suelo, y cuando identifica la presencia de la trufa, escarba un poco para señalar a su dueño la presencia del hongo. Entonces, el dueño con el cuchillo trufero retirará la tierra hasta desenterrar la trufa. En ese momento, se suele recompensar al perro y, paso imprescindible para conservar las condiciones óptimas de la trufera, se tapa el agujero, pudiendo incluso añadir sustrato para truficultura.

Historia y leyendas

Porque nace y crece bajo tierra, la trufa siempre ha estado rodeada de misterio y ha dado pie a numerosas leyendas.

Pitágoras (siglo VI a. C.) y Teofrasto (siglo III a. C.) las llamaban “hijas de los truenos”, habida cuenta de la importancia que tienen las tormentas de verano para su producción. En la misma línea, Plutarco (50-125 d. C.) sostenía que las trufas eran generadas por los rayos y escribe: “Puesto que, durante las tormentas, las llamas salen de los vapores húmedos, no ha de sorprendernos que el rayo al golpear el suelo dé a luz a las trufas, que no parecen plantas” y Plinio (23-79 d. C.) se refería a ellas como a “hijas de los dioses”. Por su lado, Galeno (ca. 129 – 210 d. C.) afirmaba que producían una excitación general y predisponían a la voluptuosidad. De hecho, a lo largo de la historia se ha cultivado la leyenda de sus poderes afrodisiacos.

Su presencia milenaria entre los pueblos mediterráneos se ha comprobado, y la primera noticia aparece en la obra Naturalis Historia del erudito latino Plinio el Viejo (23‑79 d. C.). Se refería a ellas como a “hijas de los dioses”, lo que demuestra que el tubérculo era muy apreciado en la mesa de los romanos, quienes probablemente lo conocieron por los etruscos. Parece que ya en el año 3000 a. C. los babilonios lo consumían y tenemos constancia de su presencia en la dieta de los sumerios y en la época del patriarca Jacob, hacia 1700 a. C. Desde Mesopotamia su fama se extendió también a Grecia, y fue precisamente allí donde, en el siglo I d. C., el filósofo Plutarco de Chaeronea formuló la fantasiosa hipótesis según la cual las trufas serían el producto de la combinación de agua, fuego y rayos arrojados por Zeus cerca de un roble, un árbol que le era consagrado.

En la época romana la trufa era muy apreciada por su sabor y tenía un precio elevado precisamente por su rareza y su difícil disponibilidad. Las primeras recetas de platos a base de trufas se encuentran en De re coquinaria, obra atribuida a Marco Gavio Apicio, un famoso gastrónomo del siglo I.

Brillat-Savarin, deslumbrante estrella en el firmamento de los gastrónomos, escribió en su Fisiología del gusto: «Quien dice trufa pronuncia una palabra mayúscula que despierta recuerdos eróticos y golosos en el sexo con faldas, y recuerdos golosos y eróticos en el sexo con barba», si bien con gran prudencia científica y su humor cáustico habitual matiza: «Aunque la trufa no sea un afrodisiaco demostrado, puede, en determinadas ocasiones, volver más cariñosas a las mujeres y más amables a los hombres”.

Por esa razón y por su encanto seductor, en la Edad Media existen pocas referencias a ese precioso manjar, ya que la Iglesia católica (salvo los papas de Aviñón que disfrutaban sin complejos de los placeres terrenales) lo consideraba peligroso e, incluso, diabólico. Un hongo negro, que crece bajo tierra creado por relámpagos, ¿qué más pedir para que la Santa Inquisición lo prohibiera por ser «tan negro como el alma de los condenados»? Asimismo, el Dr. Andrés Laguna (1510-1559), arquiatra (médico del papa) del pontífice Julio III, desaconsejaba con firmeza el consumo de la trufa, ya que podía provocar «pensamientos impuros, apoplejía y piedras de riñón». Y así, ese suculento alimento cayó en el olvido para apenas resurgir en el Renacimiento.

A principios del siglo XVIII, cuando se abandonó la costumbre de condimentar los alimentos con cantidades ingentes de especias, se difundió la práctica de utilizar trufas para dar sabor a los platos y su uso se extendió a las distintas cortes europeas.

Francia

En Francia, el rey Francisco I (1494-1547) introdujo la trufa en la corte y, a partir de ese momento, la trufa negra recuperaría sus títulos de nobleza. El «diamante negro», como más tarde lo bautizaría Brillat-Savarin, se convirtió en un producto de lujo bajo Luis XIV a finales del siglo XVII, y se comercializó como tal a partir del siglo XVIII.

Estas trufas francesas son, sobre todo, trufas negras del Périgord.

Cuenta una leyenda que un buen día, un leñador de la región acogió a una pobre anciana, debilitada por el hambre y el cansancio, y le ofreció una de sus mejores patatas. Para recompensarlo, la anciana, que era en realidad el hada del Périgord, transformó la patata en una «hortaliza negra como el ébano y fragante como las rosas», y la esparció por todo el jardín. Cuando se fue le dijo al leñador: «En tu jardín encontrarás muchas de estas valiosas patatas, cuya semilla nadie jamás conocerá. Te regalo este tesoro». Cuando la oyó, el leñador corrió al jardín y, maravillado, recogió las más hermosas para llevarlas al pueblo. Con rapidez, estas trufas hicieron la fortuna del buen hombre que legó grandes riquezas a sus hijos. Sin embargo, estos eran unos vagos redomados y sinvergüenzas que, en vez de seguir con los esfuerzos paternos, derrocharon su oro. En su inmensa fatuidad despreciaron tanto estas «humildes» hortalizas como a pobres y ancianos. Un día, una viejecita entró en sus dominios y, ulcerados por su atrevimiento, los hijos del leñador mandaron a sus sirvientes ahuyentarla a palos. ¡Lo iban a lamentar! Resulta que era de nuevo el hada del Périgord que para castigarlos sacó las trufas del jardín y las esparció por toda la región, escondiéndolas con esmero. En cuanto a los hijos del leñador, los convirtió en cerdos y los condenó a buscar el inestimable manjar para la eternidad.

Italia

Tras su discreto mutis durante la Edad Media, las trufas reaparecen en Italia a la luz del Renacimiento. Apadrinadas por Catalina de Medici y Lucrecia Borgia, hacen acto de presencia en las mesas de los nobles y en los banquetes más prestigiosos de Europa. El primer tratado sobre la trufa, titulado Opusculus de tuberis, data de 1564 y fue escrito por un médico de Umbría, Alfonso Ciccarelli. En ese mismo siglo, Andrea Cesalpino menciona por primera vez la trufa entre los hongos. En la Europa de esa época, también se la llamaba «ajo de los ricos» y, sobre todo en el Piamonte, se empezaron a consumir grandes cantidades de este hongo a partir de 1600, bajo la influencia francesa, aunque las trufas de la región no eran negras, sino blancas. Un siglo más tarde, todas las cortes europeas consideraban que la trufa blanca piamontesa, y en particular la procedente de Alba, era un verdadero tesoro. De hecho, la búsqueda de trufas se volvió un entretenimiento palaciego al que se invitaba a nobles, notables y embajadores extranjeros.

En la Italia contemporánea, la trufa está presente en muchísimos platos y se produce sobre todo en el Piamonte y la región de Umbría. Con ella se sazona la pasta y el risotto, se preparan deliciosos platos enriquecidos con su aroma, se aromatizan vinagres y aceites, e incluso simplemente se unta sobre el pan.

La pasión de Italia por la trufa es tal que se organizan varios eventos al año dedicados en exclusiva a ese manjar como la feria de la trufa de Moncalvo (Piamonte), la de San Miniato (Toscana), el festival de la trufa negra de Nursia (Umbría), o la feria de la trufa blanca de Acqualagna (Marcas).

España

Si bien España es hoy en día el primer productor mundial de trufas, no ha sido hasta bien entrado el siglo XX cuando este tubérculo ha adquirido la importancia gastronómica y económica que reviste en la actualidad.

Cuenta Lartius Licinius, oficial pretoriano, que en Hispania se comían las trufas con un denario incrustado dentro, como símbolo de riqueza y prosperidad (no creo que se tragaran el denario, no me parece muy digesto). Sin embargo, en España, más que en ningún otro país, gobernó la Inquisición con despiadada mano de hierro y la fama de las trufas que, según Galeno producían «una excitación general que dispone a la voluptuosidad”, hizo que este producto sufriera rechazo y fuera acusado de funestos efectos para la salud. Por consiguiente, si bien en Francia e Italia el consumo de la trufa conoció un gran auge a partir del siglo XVI, este no tuvo eco en España.

En algún documento de finales del siglo XVIII, se encuentran las primeras referencias «modernas» al comercio de trufas en Vic (Barcelona). Pero la verdad es que no fue hasta principios del siglo XX cuando se tiene constancia de los primeros buscadores de trufas silvestres en Centelles (Barcelona) y Graus (Huesca). En la posguerra, los comerciantes de trufas catalanes descubrieron la existencia de este apreciado hongo en otras zonas de España como Teruel, el norte de Castellón o Soria, pero no sería hasta los años cincuenta o sesenta cuando los oriundos de estos lugares empezaron a explotar ese rico (en todos los sentidos) filón de sus montes.

Al principio no hubo regulación alguna, pero en pocos años los ayuntamientos tuvieron que hacer cotos de trufa y solo se permitía recogerlas a quienes pagaban la debida cuota.

Empezaron a despuntar nuevas zonas truferas, como la serranía de Cuenca o el interior de la Comunidad Valenciana cuyos montes públicos se subastaban para la recogida de trufa silvestre, pues no fue hasta la década de los setenta cuando se fundaron (con gran éxito) las dos primeras plantaciones truferas españolas en Toro (Castellón) y en Navaleno (Soria), y solo a finales de los años ochenta arrancó el vuelo con plena fuerza la truficultura española.

Por desgracia, aquí aparece uno de los mayores y más comunes males de los productos españoles. Los productores nacionales exportan grandes cantidades de trufas negras a Francia que luego las comercializa como si fueran del Périgord o de otras zonas galas (como también ocurre con el vino y el aceite). Pero, en la realidad, España es hoy en día el mayor productor de trufas del mundo.

En la actualidad los lugares principales de producción de España se encuentran en el sistema Ibérico, estribaciones pirenaicas y sistema Central. Hay 10 000 hectáreas dedicadas al cultivo de la trufa, de las cuales, 6 000 están en Aragón, y en particular en el municipio de Sarrión donde se produce la mitad de la trufa española que se comercializa.

En la comarca del Maestrazgo que va desde la provincia de Teruel hasta la de Castellón, se encuentran las más famosas truferas naturales sobre terrenos calizos sueltos y permeables pues los suelos agrietados son típicos de las zonas truferas.

Si bien en los calendarios se han conocido grandes modificaciones debido a las circunstancias sanitarias que vivimos, en España, que se consolida cada vez más como uno de los principales productores de Tuber melanosporum del mundo, se celebran mucho las Ferias de la Trufa.

No deja de ser paradójico que tras dar la espalda a la trufa negra o del Périgord (Tuber melanosporum) durante tantos siglos, ahora España se haya convertido en el primer país productor de trufa negra de Europa, aunque desgraciadamente todavía no goce del reconocimiento que como tal merece.

La fama de la trufa continúa hasta nuestros días: de hecho, se considera uno de los mejores alimentos de todos, uno de los favoritos de los profesionales de la alta cocina.

La cocina es magia, siempre lo ha sido, y entre los ingredientes que un día podemos meter en nuestro caldero, la trufa es uno de los que ha mantenido un aura maravillosa, entendiendo por «maravilla» la definición de la RAE: «Suceso o cosa extraordinarios que causan admiración».

2 pensamientos sobre “Hijas de la tierra

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