Cambio de fechas para la edición 1 del taller sobre el aceite de oliva

Cambio de fechas para la edición 1 del taller sobre el aceite de oliva.

Debido a determinados contratiempos, las fechas de la edición 1 del taller sobre el aceite de oliva se han modificado.

En vez de celebrarse los días 15 y 16 de mayo, el taller se impartirá los días 29 y 30 de mayo (también en fin de semana). 

El resto de fechas disponibles las encontraréis en  https://plumayfogones.com/calendario.

Hijas de la tierra

Entrada 7 – Lunes 3 de mayo de 2021
Risotto con trufa

Hace algunas semanas, Marie-Laure, amiga del alma de toda la vida, me preguntó respecto de la producción de trufas en España, ya que en un «week-end truffes» al que acababa de asistir en Ginebra habían mencionado la creciente producción trufera de mi amada piel de toro. Y no le supe responder. Me encanta la trufa (negra, blanca y …de chocolate), la uso (con parsimonia) en la cocina y su olor me fascina, pero nunca me había puesto a investigar el asunto, ni estaba consciente de las variedades en cuanto a especies, calidades y orígenes de este hongo subterráneo que algunos llaman «diamante negro» o «perla negra», y otros, más pragmáticos, «criadillas de tierra», «callosidades de la tierra», «turmas de tierra» o, en Francia, «pomme de terre noire» (patata negra), aunque ¡cuidado! que no todas esas denominaciones corresponden a las valiosas trufas blancas (Tuber magnatum), trufas de invierno o negras (Tuber melanosporum) y trufas de verano (Tuber aestivum). Tampoco son imitaciones, sino simplemente otro tipo de hongos como la Tuber brumale, Tuber indica y las terfecias (o terfezias) que, pese a carecer del renombre de las primeras, también constituyen deliciosos manjares.

Tras sumergirme, o mejor dicho enterrarme, en el universo trufero, mi pasada indiferencia me ha avergonzado. La trufa tiene características sorprendentes, además de una brillante trayectoria a través del espacio y la historia de la gastronomía, mi pasión, y, por consiguiente, amerita toda mi atención.

¿Qué es la trufa?

De modo abreviado y simple podríamos decir que la trufa es un hongo comestible, de forma redonda y de color pardo o negruzco por fuera y blanco o marrón por dentro que crece bajo tierra, sobre todo, al pie de los robles.

Sin embargo, la trufa es mucho más que eso.

Es fruto (también llamado carpóforo) del encuentro entre un árbol de trufa (roble, encino (o encina), haya, tilo, fresno, carpe, avellano, etc.) y un hongo ascomiceto[1] ectomicorrízico[2], que forma unas estructuras en las puntas de las raíces de árboles y arbustos llamadas micorrizas (¡las trufas!). Estas estructuras están formadas por los filamentos que el hongo teje alrededor y entre las células de la raíz. Y así nacen los órganos micorrizados (del griego, mukès, hongo, y rhiz, raíz), unos órganos mixtos formados por las raíces y por los hongos simbióticos del suelo.


[1] Los ascomicetos son hongos sin clorofila y saprófitos, por lo que subsisten consumiendo materia orgánica en descomposición o asociándose con otras plantas que sí contienen clorofila. Es posible encontrarlos en las levaduras, pero pueden vivir en diversos ecosistemas, tanto acuáticos como terrestres, incluso bajo tierra, como es el caso de las trufas.

[2] Los hongos ectomicorrízicos necesitan establecer relaciones simbióticas con las raíces de las plantas vasculares para cumplir plenamente su ciclo vital. Esta relación se establece mediante la formación de unas estructuras que permiten el intercambio de nutrientes, y que reciben el nombre de micorrizas.

Fuente: Truff

Estos micorrizomas son producto de una simbiosis entre vegetal y hongo que beneficia a ambos. Por sí solo, el árbol es menos eficaz para extraer en el suelo la cantidad suficiente de elementos minerales y el hongo se los proporciona, ya que tiene mejor capacidad exploratoria del suelo con sus pequeños filamentos llamados hifas. Por su lado, el hongo, que carece de clorofila, necesita para sobrevivir los azúcares que el árbol, capaz de realizar la fotosíntesis, le suministra. Entre otros manjares micóticos que crecen en simbiosis similares, cabe mencionar los boletos y los níscalos.

Desde el punto de vista morfológico la trufa consta de las siguientes partes:

  • el peridio que es la cáscara o corteza de la trufa, formado por pequeñas y apretadas verrugas piramidales de color negro;
  • la gleba es la masa interior, surcada por una serie de finas venas blancas cremosas que contienen las esporas, características de las diversas especies.

La trufa es de aspecto globoso, áspero e irregular. Su apariencia y tamaño varían a lo largo del año.

En primavera se produce la germinación de las esporas, expansión del micelio y del sistema radical de la planta micorrizada, reinfectación de raíces por el hongo y una gran actividad metabólica de las micorrizas. En esta etapa del crecimiento, la trufa resulta inapreciable a simple vista.

En verano existe una formación y engrosamiento de los primordios fúngicos y la trufa adquiere un color rojo claro.

En otoño se disminuye la actividad metabólica del hongo, las trufas adquieren el tamaño y forma definitivos y se tiñen de marrón negruzco con manchas herrumbrosas.

En invierno se detiene la actividad metabólica de la trufa, que termina de madurar, mientras su superficie se cubre de verrugas y adquiere ese color negro tan característico.

Los tipos de trufas

La distinción entre la trufa de plantación y la trufa silvestre es mínima, ya que, como veremos más adelante, lo que se inocula en el árbol es Tuber melanosporum y lo que se recoge del campo es Tuber melanosporum. La variedad es la misma y es el mismo hongo.

Aunque hay más de 70 variedades de trufas en el mundo, la mayoría de ellas no tiene interés gustativo, por lo que su atractivo comercial es casi nulo.

Sin embargo, existen cuatro especies que destacan en cuanto a aroma, sabor, delicadeza y demás cualidades que justifican su elevado valor comercial: la trufa negra (Tuber melanosporum), la trufa brumale (Tuber brumale), la trufa negra de verano (Tuber aestivum) y la trufa blanca (Tuber magnatum). También se comercializa una quinta especie, hermanita pobre en cuanto a sabor, aroma y calidad, pero mucho más asequible, la Tuber indicum, también conocida como trufa china.

Trufa negra (Tuber melanosporum)

La trufa negra (Tuber melanosporum), designada por algunos como el «diamante negro de la gastronomía» o «trufa del Périgord» (región histórica del suroeste de Francia), es la más conocida y se considera la reina de las trufas. Crece de forma silvestre y, desde hace unos años, también se cultiva en las denominadas truferas (conjunto de trufas). Su recolecta se realiza durante el invierno. Es la trufa que más se utiliza en la cocina y admite cocción. Su temporada va desde el 15 de noviembre al 15 de marzo. Tiene una carne negra muy característica, en ocasiones con sombras, con matices que van desde violeta a rojo y vetas de color blanco. Su exterior está cubierto de rugosidades cuyos ángulos regulares recuerdan las caras de un diamante tallado. Respecto a sus dimensiones, pueden variar desde las de una pelota de golf hasta las de una naranja, e incluso, en el caso de las trufas de plantaciones, pueden ser mucho más grandes.

Trufa blanca (Tuber magnatum)

También conocida como “trufa borde” o “trufa machenca”, la Tuber brumale a veces se confunde con la trufa negra. Pese a un aroma muy intenso, es de menor calidad que la trufa negra y más pequeña. Su gleba es de color negro violáceo con vetas blancas más gruesas; las rugosidades que la adornan son mucho menos marcadas que en la Tuber melanosporum. Mucho menos sensible a la sequía que su prestigiosa hermana mayor, crece en mayor abundancia y es más barata, por lo que la industria agroalimentaria la suele preferir para la fabricación de salsas y otros productos trufados.

Trufa brumale (Tuber brumale)

También conocida como “trufa borde” o “trufa machenca”, la Tuber brumale a veces se confunde con la trufa negra. Pese a un aroma muy intenso, es de menor calidad que la trufa negra y más pequeña. Su gleba es de color negro violáceo con vetas blancas más gruesas; las rugosidades que la adornan son mucho menos marcadas que en la Tuber melanosporum. Mucho menos sensible a la sequía que su prestigiosa hermana mayor, crece en mayor abundancia y es más barata, por lo que la industria agroalimentaria la suele preferir para la fabricación de salsas y otros productos trufados.

Trufa de verano (Tuber aestivum)

La trufa de verano (Tuber aestivum), o «trufa de San Juan», puede generar confusión con la trufa negra, ya que su aspecto externo presenta semejanzas. Se cosecha de mayo a septiembre. Se encuentra en los mismos suelos que la Tuber melanosporum y, de hecho, un mismo árbol puede producir Tuber aestivum en verano y Tuber melanosporum en invierno, aunque se trata de dos especies distintas. Las dimensiones de la trufa de verano pueden variar desde el tamaño de un huevo al de una manzana grande. El peridio es marrón con rugosidades mucho más marcadas que las de la trufa negra. La gleba es de color avellana y veteada de blanco. Resiste muy bien a la cocción, por lo que se utiliza con frecuencia en la fabricación de productos trufados. Su precio es, en promedio, seis veces menor que el de la Tuber melanosporum.

Trufa china(Tuber indicum)

La Tuber indicum es originaria de la China. Muy parecida a la trufa negra, carece sin embargo de aroma y sabor, y su textura es algo acorchada. Su función es adornar el plato y se vende tanto fresca como en conserva. Se exporta en grandes cantidades a los mercados europeos por su bajo precio y su parecido a la Tuber melanosporum. De todas formas, cabe destacar que existe una gran confusión taxonómica con las trufas chinas. Los estudios moleculares sugieren que Tuber indicum y Tuber sinense son la misma especie, mientras que la Tuber himalayense sería una trufa distinta, más escasa y de mejor calidad.

Truficulura

Antes que nada, que quede claro que sin micorrizas nunca se producirían trufas. Es indispensable tener el árbol o el arbusto y el hongo asociado. La vida de una trufera se encuentra muy ligada a la del árbol simbionte con el que vive.

Si bien en un inicio las trufas no se cultivaban, sino que crecían silvestres y había que encontrarlas, hoy en día, los avances científicos permiten la micorrización de las plantas en laboratorio, y la reproducción acelerada y optimizada de un proceso que puede tardar miles de años en la naturaleza.

Vivero micorrizado. Fuente: Micofora

La primera etapa consiste en hacer crecer las bellotas, las avellanas u otras semillas de árboles anfitriones en un terreno exento de cualquier hongo susceptible de contaminar las raíces.

A continuación, estas plántulas se trasplantan a un substrato natural que contiene las esporas de la trufa que colonizarán las raíces para formar un micorrizo, proceso que dura entre cuatro y seis meses. Cada planta recibe un número único, que garantiza al plantador su calidad y su autenticidad.

El truficultor deberá velar por que la planta tenga suficientes micorrizas de trufa para sobrevivir y evolucionar correctamente en campo, y para que el hongo sea capaz de competir con otras especies micorrícicas presentes en el suelo y que podrían poner en peligro la producción.

Fuente: Micofora

En una plantación trufera podemos distinguir dos fases o periodos claramente diferenciados. El primero, sería el de formación de la trufera, y puede durar entre seis y ocho años, y el segundo periodo sería el de producción propiamente dicho a partir de los ocho o diez años.

La primera etapa de formación corresponde a una fase en la que las micorrizas invaden poco a poco el terreno con el crecimiento de la raíz del árbol. Conforme el micelio de la trufa se instala y adueña de un terreno, se aprecian unos síntomas evidentes en la superficie en la que aparecen los denominados calveros o quemados. En estos calveros se seca la vegetación herbácea y la mayoría de las plantas, y el suelo queda casi desnudo.

Una vez establecida la trufera, con su característico quemado en la base del árbol, se inicia la fase productiva que depende de la especie leñosa asociada.

Recolección

Habida cuenta de que la trufa crece entre 1 y 30 centímetros de profundidad, para su recolección se necesita la ayuda y el olfato de cerdos o perros. La verdad es que se utilizan cada vez más los perros adiestrados en vez de los cerdos, buscadores tradicionales. No existe consenso en cuanto a la raza más adecuada de perro, aunque algunas de las más utilizadas por expertos truferos son el lagotto romagnolo, el labrador, el braco y diversas razas de perros pastores.

Fuente: Planfor

Los cerdos no precisan de mucho adiestramiento para buscar trufas, ya que está en su naturaleza buscarlas para saciar su apetito. El mayor adiestramiento debe darse para que una vez encontrada la trufa cesen en su búsqueda y no se la traguen. Por el contrario, los perros necesitan, al principio, un mayor entrenamiento hasta que entienden cuál es el aroma que deben buscar. Sin embargo, una vez se ha conseguido adiestrar a un perro, su manejo, resistencia y carácter por lo general es más adecuado para la búsqueda de trufa.

El equipamiento básico para la recolección de trufas es el siguiente:

  • perro o cerdo truferos entrenados;
  • cuchillo o machete trufero con punta afilada para excavar en busca de la trufa;
  • zurrón o morral trufero para ir guardando las trufas recolectadas mientras se trabaja en la plantación;
  • rodilleras de jardinero o cojín acolchado para evitar que las articulaciones sufran mientras se está agachado escarbando;
  • guantes para evitar heridas y tierra en las manos.

Por lo general, durante la recolección, el perro va olfateando el suelo, y cuando identifica la presencia de la trufa, escarba un poco para señalar a su dueño la presencia del hongo. Entonces, el dueño con el cuchillo trufero retirará la tierra hasta desenterrar la trufa. En ese momento, se suele recompensar al perro y, paso imprescindible para conservar las condiciones óptimas de la trufera, se tapa el agujero, pudiendo incluso añadir sustrato para truficultura.

Historia y leyendas

Porque nace y crece bajo tierra, la trufa siempre ha estado rodeada de misterio y ha dado pie a numerosas leyendas.

Pitágoras (siglo VI a. C.) y Teofrasto (siglo III a. C.) las llamaban “hijas de los truenos”, habida cuenta de la importancia que tienen las tormentas de verano para su producción. En la misma línea, Plutarco (50-125 d. C.) sostenía que las trufas eran generadas por los rayos y escribe: “Puesto que, durante las tormentas, las llamas salen de los vapores húmedos, no ha de sorprendernos que el rayo al golpear el suelo dé a luz a las trufas, que no parecen plantas” y Plinio (23-79 d. C.) se refería a ellas como a “hijas de los dioses”. Por su lado, Galeno (ca. 129 – 210 d. C.) afirmaba que producían una excitación general y predisponían a la voluptuosidad. De hecho, a lo largo de la historia se ha cultivado la leyenda de sus poderes afrodisiacos.

Su presencia milenaria entre los pueblos mediterráneos se ha comprobado, y la primera noticia aparece en la obra Naturalis Historia del erudito latino Plinio el Viejo (23‑79 d. C.). Se refería a ellas como a “hijas de los dioses”, lo que demuestra que el tubérculo era muy apreciado en la mesa de los romanos, quienes probablemente lo conocieron por los etruscos. Parece que ya en el año 3000 a. C. los babilonios lo consumían y tenemos constancia de su presencia en la dieta de los sumerios y en la época del patriarca Jacob, hacia 1700 a. C. Desde Mesopotamia su fama se extendió también a Grecia, y fue precisamente allí donde, en el siglo I d. C., el filósofo Plutarco de Chaeronea formuló la fantasiosa hipótesis según la cual las trufas serían el producto de la combinación de agua, fuego y rayos arrojados por Zeus cerca de un roble, un árbol que le era consagrado.

En la época romana la trufa era muy apreciada por su sabor y tenía un precio elevado precisamente por su rareza y su difícil disponibilidad. Las primeras recetas de platos a base de trufas se encuentran en De re coquinaria, obra atribuida a Marco Gavio Apicio, un famoso gastrónomo del siglo I.

Brillat-Savarin, deslumbrante estrella en el firmamento de los gastrónomos, escribió en su Fisiología del gusto: «Quien dice trufa pronuncia una palabra mayúscula que despierta recuerdos eróticos y golosos en el sexo con faldas, y recuerdos golosos y eróticos en el sexo con barba», si bien con gran prudencia científica y su humor cáustico habitual matiza: «Aunque la trufa no sea un afrodisiaco demostrado, puede, en determinadas ocasiones, volver más cariñosas a las mujeres y más amables a los hombres”.

Por esa razón y por su encanto seductor, en la Edad Media existen pocas referencias a ese precioso manjar, ya que la Iglesia católica (salvo los papas de Aviñón que disfrutaban sin complejos de los placeres terrenales) lo consideraba peligroso e, incluso, diabólico. Un hongo negro, que crece bajo tierra creado por relámpagos, ¿qué más pedir para que la Santa Inquisición lo prohibiera por ser «tan negro como el alma de los condenados»? Asimismo, el Dr. Andrés Laguna (1510-1559), arquiatra (médico del papa) del pontífice Julio III, desaconsejaba con firmeza el consumo de la trufa, ya que podía provocar «pensamientos impuros, apoplejía y piedras de riñón». Y así, ese suculento alimento cayó en el olvido para apenas resurgir en el Renacimiento.

A principios del siglo XVIII, cuando se abandonó la costumbre de condimentar los alimentos con cantidades ingentes de especias, se difundió la práctica de utilizar trufas para dar sabor a los platos y su uso se extendió a las distintas cortes europeas.

Francia

En Francia, el rey Francisco I (1494-1547) introdujo la trufa en la corte y, a partir de ese momento, la trufa negra recuperaría sus títulos de nobleza. El «diamante negro», como más tarde lo bautizaría Brillat-Savarin, se convirtió en un producto de lujo bajo Luis XIV a finales del siglo XVII, y se comercializó como tal a partir del siglo XVIII.

Estas trufas francesas son, sobre todo, trufas negras del Périgord.

Cuenta una leyenda que un buen día, un leñador de la región acogió a una pobre anciana, debilitada por el hambre y el cansancio, y le ofreció una de sus mejores patatas. Para recompensarlo, la anciana, que era en realidad el hada del Périgord, transformó la patata en una «hortaliza negra como el ébano y fragante como las rosas», y la esparció por todo el jardín. Cuando se fue le dijo al leñador: «En tu jardín encontrarás muchas de estas valiosas patatas, cuya semilla nadie jamás conocerá. Te regalo este tesoro». Cuando la oyó, el leñador corrió al jardín y, maravillado, recogió las más hermosas para llevarlas al pueblo. Con rapidez, estas trufas hicieron la fortuna del buen hombre que legó grandes riquezas a sus hijos. Sin embargo, estos eran unos vagos redomados y sinvergüenzas que, en vez de seguir con los esfuerzos paternos, derrocharon su oro. En su inmensa fatuidad despreciaron tanto estas «humildes» hortalizas como a pobres y ancianos. Un día, una viejecita entró en sus dominios y, ulcerados por su atrevimiento, los hijos del leñador mandaron a sus sirvientes ahuyentarla a palos. ¡Lo iban a lamentar! Resulta que era de nuevo el hada del Périgord que para castigarlos sacó las trufas del jardín y las esparció por toda la región, escondiéndolas con esmero. En cuanto a los hijos del leñador, los convirtió en cerdos y los condenó a buscar el inestimable manjar para la eternidad.

Italia

Tras su discreto mutis durante la Edad Media, las trufas reaparecen en Italia a la luz del Renacimiento. Apadrinadas por Catalina de Medici y Lucrecia Borgia, hacen acto de presencia en las mesas de los nobles y en los banquetes más prestigiosos de Europa. El primer tratado sobre la trufa, titulado Opusculus de tuberis, data de 1564 y fue escrito por un médico de Umbría, Alfonso Ciccarelli. En ese mismo siglo, Andrea Cesalpino menciona por primera vez la trufa entre los hongos. En la Europa de esa época, también se la llamaba «ajo de los ricos» y, sobre todo en el Piamonte, se empezaron a consumir grandes cantidades de este hongo a partir de 1600, bajo la influencia francesa, aunque las trufas de la región no eran negras, sino blancas. Un siglo más tarde, todas las cortes europeas consideraban que la trufa blanca piamontesa, y en particular la procedente de Alba, era un verdadero tesoro. De hecho, la búsqueda de trufas se volvió un entretenimiento palaciego al que se invitaba a nobles, notables y embajadores extranjeros.

En la Italia contemporánea, la trufa está presente en muchísimos platos y se produce sobre todo en el Piamonte y la región de Umbría. Con ella se sazona la pasta y el risotto, se preparan deliciosos platos enriquecidos con su aroma, se aromatizan vinagres y aceites, e incluso simplemente se unta sobre el pan.

La pasión de Italia por la trufa es tal que se organizan varios eventos al año dedicados en exclusiva a ese manjar como la feria de la trufa de Moncalvo (Piamonte), la de San Miniato (Toscana), el festival de la trufa negra de Nursia (Umbría), o la feria de la trufa blanca de Acqualagna (Marcas).

España

Si bien España es hoy en día el primer productor mundial de trufas, no ha sido hasta bien entrado el siglo XX cuando este tubérculo ha adquirido la importancia gastronómica y económica que reviste en la actualidad.

Cuenta Lartius Licinius, oficial pretoriano, que en Hispania se comían las trufas con un denario incrustado dentro, como símbolo de riqueza y prosperidad (no creo que se tragaran el denario, no me parece muy digesto). Sin embargo, en España, más que en ningún otro país, gobernó la Inquisición con despiadada mano de hierro y la fama de las trufas que, según Galeno producían «una excitación general que dispone a la voluptuosidad”, hizo que este producto sufriera rechazo y fuera acusado de funestos efectos para la salud. Por consiguiente, si bien en Francia e Italia el consumo de la trufa conoció un gran auge a partir del siglo XVI, este no tuvo eco en España.

En algún documento de finales del siglo XVIII, se encuentran las primeras referencias «modernas» al comercio de trufas en Vic (Barcelona). Pero la verdad es que no fue hasta principios del siglo XX cuando se tiene constancia de los primeros buscadores de trufas silvestres en Centelles (Barcelona) y Graus (Huesca). En la posguerra, los comerciantes de trufas catalanes descubrieron la existencia de este apreciado hongo en otras zonas de España como Teruel, el norte de Castellón o Soria, pero no sería hasta los años cincuenta o sesenta cuando los oriundos de estos lugares empezaron a explotar ese rico (en todos los sentidos) filón de sus montes.

Al principio no hubo regulación alguna, pero en pocos años los ayuntamientos tuvieron que hacer cotos de trufa y solo se permitía recogerlas a quienes pagaban la debida cuota.

Empezaron a despuntar nuevas zonas truferas, como la serranía de Cuenca o el interior de la Comunidad Valenciana cuyos montes públicos se subastaban para la recogida de trufa silvestre, pues no fue hasta la década de los setenta cuando se fundaron (con gran éxito) las dos primeras plantaciones truferas españolas en Toro (Castellón) y en Navaleno (Soria), y solo a finales de los años ochenta arrancó el vuelo con plena fuerza la truficultura española.

Por desgracia, aquí aparece uno de los mayores y más comunes males de los productos españoles. Los productores nacionales exportan grandes cantidades de trufas negras a Francia que luego las comercializa como si fueran del Périgord o de otras zonas galas (como también ocurre con el vino y el aceite). Pero, en la realidad, España es hoy en día el mayor productor de trufas del mundo.

En la actualidad los lugares principales de producción de España se encuentran en el sistema Ibérico, estribaciones pirenaicas y sistema Central. Hay 10 000 hectáreas dedicadas al cultivo de la trufa, de las cuales, 6 000 están en Aragón, y en particular en el municipio de Sarrión donde se produce la mitad de la trufa española que se comercializa.

En la comarca del Maestrazgo que va desde la provincia de Teruel hasta la de Castellón, se encuentran las más famosas truferas naturales sobre terrenos calizos sueltos y permeables pues los suelos agrietados son típicos de las zonas truferas.

Si bien en los calendarios se han conocido grandes modificaciones debido a las circunstancias sanitarias que vivimos, en España, que se consolida cada vez más como uno de los principales productores de Tuber melanosporum del mundo, se celebran mucho las Ferias de la Trufa.

No deja de ser paradójico que tras dar la espalda a la trufa negra o del Périgord (Tuber melanosporum) durante tantos siglos, ahora España se haya convertido en el primer país productor de trufa negra de Europa, aunque desgraciadamente todavía no goce del reconocimiento que como tal merece.

La fama de la trufa continúa hasta nuestros días: de hecho, se considera uno de los mejores alimentos de todos, uno de los favoritos de los profesionales de la alta cocina.

La cocina es magia, siempre lo ha sido, y entre los ingredientes que un día podemos meter en nuestro caldero, la trufa es uno de los que ha mantenido un aura maravillosa, entendiendo por «maravilla» la definición de la RAE: «Suceso o cosa extraordinarios que causan admiración».

¡Últimas plazas en los talleres de abril!

Por fin iniciamos los talleres de 2021. Por eso de que la primavera la sangre altera, en abril toca un trio excitante, el té, el café y el chocolate. ¿Quieres descubrir sus secretos?

Quedan algunas plazas en los siguientes talleres:

  • El té                Martes 13 y jueves 15 de abril           09:00 a 11:00 UTC
  • El té                Martes 13 y jueves 15 de abril           17:00 a 19:00 UTC
  • El café                        Sábado 10 y domingo 11 de abril      17:00 a 19:00 UTC
  • El chocolate    Sábado 24 y domingo 25 de abril      17:00 a 19:00 UTC (En estos momentos, solo queda una plaza en este taller)

¡Te esperamos!

¡Nuevo curso! – ©Aulasic – Traducción: Ecología y Medio Ambiente

Traducción en el ámbito de la ecología y el medio ambiente

Especialidad con futuro y para el futuro

Ciclo del Nitrógeno (A rellenar)

A lo largo de mi trayectoria como traductora, me he topado cada vez más con traducciones relacionadas con el medio ambiente y la ecología y he tenido que estudiarme conceptos a veces poco evidentes para mi mente literaria. Es entonces cuando me di cuenta de que para realizar una buena traducción en estos ámbitos era necesario entender los fundamentos científicos que sustentan la mayoría de los conceptos ecológicos. Y así emprendí esta nueva aventura didáctica.

La idea de este curso consiste en decorticar y simplificar los conceptos científicos atinentes a la gestión del medio ambiente, al objeto de acercarlos a la mente de letras de todos los traductores, de modo que comprendan los mecanismos biológicos, químicos y físicos implicados en el ciclo medioambiental, hagan acopio de los términos conexos (y sepan a qué corresponden) y puedan escoger con acierto las palabras pertinentes cuando traducen estos temas que se salen un poco de su zona de confort.

Con ese fin, el curso se inicia con los fundamentos científicos, prosigue con los diversos métodos de estudio y las distintas ramas de la ecología para terminar con las aplicaciones prácticas, es decir, los mercados potenciales para esta novedosa especialización traductológica.

El curso se impartirá del inglés y el francés al español, pero como siempre afirmo «lo que bien se concibe claramente se expresa», por lo que los conocimientos básicos que se adquieran en el curso servirán para trabajar en cualquier idioma.

La ecología es una disciplina esencial para nuestro futuro y, más aún, para el de nuestros hijos, y este curso pretende no solo enseñar a quienes se apunten el lenguaje científico y técnico correspondiente y su uso, sino también abrir una ventana sobre los conceptos que subyacen a todos los graves cambios que imponemos a nuestro planeta.

Aquí tenéis disponibles los dos enlaces:

Curso en Aulasic © de Traducción en el ámbito de la ecología y el medio ambiente (EN-ES)
Curso en Aulasic © de Traducción en el ámbito de la ecología y el medio ambiente (FR-ES)

¡Palabra de plátano!

Entrada 6 – Domingo 31 de enero de 2021

Mi marido es frutero. Pero no es un simple frutero, es un frutero fanático y avezado, de esos que entran en un almacén enorme repleto de fruta magnífica, pero con una sola pieza echada a perder, y dicen de inmediato “algo huele a podrido” (y no, ni estamos en la Dinamarca de Hamlet, ni hemos entrado en el Congreso de los diputados españoles), de esos que, cuando viajan se recorren todos los estantes de los supermercados y fruterías, observan etiquetas, procedencias, variedades y presentaciones, y critican, critican, critican; de esos que, cuando se habla de frutas, defiende la calidad, la precisión, el buen hacer y rechaza las imitaciones, las incorrecciones o las réplicas baratas.

Una de las cosas que siempre le sacan de quicio es que se llame plátano a la banana. “¡No es lo mismo! ¡No son iguales! ¡Ni mucho menos!” dice (gruñe), indignado. Hasta hace poco, yo no le confería demasiada importancia al asunto, hasta que un día, a raíz de ver la serie Hierro, me dio por investigar (y comparar) esas frutas a las que tan acostumbrados estamos. Descubrí entonces que no solo son diferentes, sino que el mundo del plátano es un universo fascinante, con un lenguaje, una historia, unas particularidades, unas características y unos rituales que le son propios.

Entre otras muchas curiosidades me di cuenta de que las plantas que los producen, las plataneras, deberían ser el emblema absoluto de las feministas pues son un matriarcado que lleva corbata y no precisa de elementos masculinos para su reproducción, sufren cesáreas, y tienen varias generaciones a las que se llaman madres, hijas y abuelas.

Pero no nos adelantemos, comencemos por el principio.

Plátano, banana o plátano macho

Empecemos por la diferencia entre frutas que parecerían casi idénticas a los ojos de un lego en la materia. Existen el plátano y la banana que se suelen confundir y el plátano macho, su primo hermano, que se distingue mucho más de los otros dos pues solo se parece en la forma y en que procede de una planta de la misma familia, las musáceas. Una de las clasificaciones más amplias y sencillas dentro de esta gran familia de las musáceas (que no son árboles sino plantas herbáceas perennes de las que hablaremos más adelante) es la que divide a los plátanos en los que se pueden comer crudos como los bananitos (Musa cavendishii) y los plátanos enanos (Musa x paradisiaca), y los que sientan como un tiro y saben a rayos si no se cocinan, es decir, los plátanos machos (Musa paradisiaca), menos dulces y más harinosos que sus primos, los comestibles en crudo.

La denominación «musa» es un derivado del árabe موزة [mawza], voz que recibe el fruto en esa lengua. El término “plátano”, surgió en el siglo XV y procede del latín platanus, que a su vez proviene del griego antiguo plátos que significa “ancho”, en referencia a la anchura de las hojas de la planta. Por último, es probable que, alrededor del siglo XVIII, en el marco de sus intensas actividades comerciales, los portugueses introdujeran en las lenguas europeas el vocablo “banana”, aportación de la lengua wolof (banaana) hablada en el actual territorio senegalés. La palabra “banana” se ha vuelto, además, uno de los africanismos más universales ya que se dice banane, en francés, banana, en español, inglés, o portugués, Banane, en alemán, μπανάνα (banána), en griego, банан (banan), en ruso, o 香蕉 (banana), en chino, por solo citar algunos ejemplos.

Por dentro y por fuera, plátano, banana y plátano macho guardan parentesco. Sin embargo, tanto su aspecto externo como su sabor, propiedades y nutrientes son muy distintos.

Empecemos por el que nunca confundiremos con los otros dos, el plátano macho. Es de textura harinosa, más seco y grande que sus primos y se cocina como si fuera una patata, cocido, frito, asado o al horno. Los plátanos que se comen en crudo no llegan a los 100 gramos, mientras que el hartón o el cambur, nombres con los que se conoce también al plátano macho, alcanza los 200 gramos por unidad. Su forma es alargada y algo curva y tiene una piel gruesa y verde. No es tan dulce como el plátano o la banana, debido a su composición escasa en hidratos de carbono sencillos o azúcares.

Plátano de Canarias

En cuanto al plátano y la banana, la primera diferencia estriba en su aspecto. La banana es más grande que el plátano canario, de menor peso y diámetro, que luce una forma más curva y suele ir adornado con sus inconfundibles motitas.

La segunda diferencia es la procedencia. La banana se produce, sobre todo, en Latinoamérica y África, mientras que el plátano viene de Canarias y, de hecho, recibió el sello de Indicación Geográfica Protegida (IGP) a finales de 2013, convirtiéndose en el único plátano del mundo que cuenta con este reconocimiento.

Plátano de Ecuador

En cuanto a la tercera diferencia, primordial cuando se habla de alimentos, se refiere al sabor y al contenido de nutrientes de ambos hermanos. Los plátanos de Canarias se distinguen por su sabor más dulce, su aroma y su jugosidad ya que poseen un mayor índice de humedad. Su mayor grado de madurez, aroma y sabor se debe al clima subtropical y suave de las islas Canarias que permite, entre otras cosas, una maduración más lenta, con una mayor permanencia en la planta (6 meses para un plátano de Canarias, frente a 3 meses en el caso de la banana).

El plátano canario se corta entre siete y diez días antes de llegar al consumidor. La banana americana se llega a cortar hasta un mes antes. Eso explica que el plátano canario sea más dulce, ya que cuanto más tiempo pasa la fruta en la planta, más azúcares adquiere.

Algo de historia

Las primeras plataneras, introducidas en las islas Canarias en el siglo XV, se importaron del sudeste asiático. En la década de 1520 la planta ya se había aclimatado a las islas, y los marinos que partían para América cargaban plátanos verdes en sus barcos.

Muy pronto, los viajeros británicos empezaron a adquirir esa fruta en sus escalas de regreso al Reino Unido, con un éxito tan rotundo que, en torno a 1880, los ingleses impulsaron su cultivo, de cara a una exportación masiva hacia las islas británicas. El comercio entre Inglaterra y Canarias alcanzó tales dimensiones que en Londres se construyó a orillas del Támesis el Canary Wharf (Muelle Canario), uno de los puertos más dinámicos y con mayor movimiento de naves en el mundo del siglo XIX.

Canary Warf ca. 1935

Desde comienzos del siglo XX, el cultivo del plátano en las islas Canarias ha aumentado sin tregua y hoy en día cubre más de 9000 hectáreas.

Empaquetado de plátanos 1920
Fotografía de Fernando Baena, Archivo de fotografía histórica de Canarias

Rituales y lenguaje plataneros

Fuente: Banco de Datos de Biodiversidad de Canarias

La platanera es una planta realmente curiosa. Aunque a simple vista parece un árbol, en realidad se trata de grandes hierbas que no se reproducen por semillas ni por polinización, sino por clonación natural, es decir, por el nacimiento de pequeños rebrotes que aparecen en su tallo de base pentagonal y que acaban formando una familia. Da frutas pese a que no es un árbol frutal. De esa hierba gigante formada por capas, como una cebolla, sale un racimo, completamente cerrado, que no se parece en nada al fruto final. Primero crece hacia abajo, y se va dando la vuelta a medida que crece.

La platanera que da la piña de la que nacerán los plátanos se llama «madre«, junto a ella siempre hay una “hija” en pleno crecimiento, una “abuela” ya cortada y, en algunos casos, una “bisabuela” muy desmejorada. ¡El padre no existe!

Cada platanera da un solo fruto en su vida, (aunque puede ocurrir que nazcan dos piñas gemelas de una misma madre), pero de sus raíces también brotan entre ocho y diez hijas susceptibles de dar frutos en un futuro y de las que solo una sobrevivirá ya que el resto se cortará. El mundo de las plataneras es un mundo cruel en el que las hijas compiten entre sí por el alimento y por el agua (en verano cada planta necesita al menos 30 litros de agua diarios) así que, de permitirles crecer a todas, dejarían sin energías a la madre, en esos momentos en pleno proceso de gestación. Por eso se selecciona una única hija y las demás se eliminan.

Esa labor, despiadada y esencial, se lleva a cabo cuando los retoños apenas son “botones”, como los llaman los palmeros. Para que solo quede uno se procederá a “deshijar” con la “barreta”, y del buen hacer del platanero depende la supervivencia de la platanera.

De una platanera crecen tres clases de hijas:

-las hijas de espada o puyones que nacen profundas y alejadas de la base de la planta madre, crecen fuertes y vigorosas con un follaje en punta, de ahí su nombre, y son las mejor ubicadas;

-las hijas de agua que desarrollan hojas anchas a muy temprana edad, debido a deficiencias nutricionales y que siempre se eliminarán;

-los rebrotes que son las hijas que vuelven a brotar después de haber sido cortadas y se diferencian de las anteriores por la cicatriz del corte previo.

Cuando se realiza el deshijado se ha de velar por eliminar la yema de crecimiento de la hija, y evitar así el rebrote, y por cortar de adentro hacia afuera para no herir a la madre. Una vez realizados los cortes se vendarán las heridas.

Fotografía: Shutterstock

Entre el nacimiento y el parto de la madre transcurrirán de 10 a 12 meses. Primero dará la flor a la que llaman “bellota”, un gran capullo de color violáceo, cuyo interior alberga la piña aún sin desarrollar. A la última hoja que sale por encima de la piña, se la llama «corbata» pues se parece a esa prenda de vestir.

La piña se forma de abajo hacia arriba por el interior del tallo. A veces, se queda atrapada y no puede salir por sí misma. Es entonces cuando el agricultor le practica una “cesárea” con un corte vertical. De no hacerlo, la piña se quedaría dentro y formaría un bulto voluminoso. Al final se estropearía sin remedio, y habría que caparla.

Si todo va bien, la madre “pare” la bellota. Cuando las “brácteas” (las hojas que acompañan a la flor) se abren, alumbran a la piña con los primeros platanitos cuyo crecimiento dista mucho de ser arbitrario, pues sigue un orden helicoidal que forma lo que los plataneros llaman “manos”.

Fotografía: Shutterstock

Cada piña tiene unas 13 o 14 manos con dos hileras de “dedos” (los plátanos) cada una, por lo que cada mano puede llegar a tener entre 20 y 25 plátanos, y una piña completa unos 300. En el extremo de cada dedo crece una pequeña flor que, en pocos días, se debe quitar de forma manual y de una en una para evitar que los plátanos se pudran.

No todos los dedos son iguales, y tampoco lo son los plátanos que llegan a nuestra mesa. Los que crecen en la parte superior de la piña son más grandes y corresponden a la calidad premium, los del medio son calidad extra y los inferiores, más pequeños, de calidad media. Una clasificación que se hace justo antes de empaquetar la fruta, aunque, según precisan en la Asociación de Organizaciones de Productores de Plátanos de Canarias (ASPROCAN), «solo se diferencian en el tamaño, el sabor es exactamente el mismo».

Por fin, cabe señalar un elemento esencial del plátano desde el punto de vista nutricional: esos hilillos que quitamos con paciencia cuando comemos esa fruta. ¡Craso error! Esos hilos, cuyo nombre científico es “paquetes de floema” (suena horrible, lo sé), son cadenas que distribuyen los nutrientes a lo largo de toda la fruta durante su crecimiento; la alta concentración de vitamina B6, calcio y antioxidantes que contienen representa una aportación destacable de vitaminas y minerales.

En conclusión, el plátano es una falsa baya, que nace de un falso árbol pero que constituye una auténtica delicia, y un verdadero tesoro que nos brinda la naturaleza.

Nota: Gran parte de la información contenida en este artículo procede de la ASPROCAN y de Infoagro.com

Palabras, palabras, palabras… Sitiofobias y cibofobias

Entrada 5 – Domingo 17 de enero de 2021

Sitiofobia, cibofobia, lacanofobia, carpofobia, turofobia, micofobia, metifobia, oenofobia, carnofobia, ictiofobia, araquibutirofobia, alectorofobia, xocolatofobia, ostraconofobia, aliumfobia, lycopersiconfobia, acerofobia, deipnofobia, mageirocofobia, neofobia, fagofobia, geumofobia, termofobia, criofobia, clorofobia, eritrofobia, xantofobia, crisofobia, porfirofobia, leucofobia, melanofobia, consecotaleofobia o dipsofobia, son solo una pocas de las múltiples fobias asociadas de modo directo o indirecto con la alimentación. Algunas de estas fobias atañen a los alimentos propiamente dichos, otras a determinados aspectos de la comida (como la temperatura o el color) que provocan en quienes las padecen un fuerte rechazo, y otras, por fin, afectan al comportamiento general en el ámbito gastronómico (cocinar, tragar o compartir mesa).

Fobia, manía, miedo y tabú

Quizá, para empezar, sería conveniente precisar que estas fobias alimentarias son susceptibles de revestir diversos grados de gravedad, que van desde la simple manía (preocupación caprichosa y a veces extravagante por un tema o cosa determinados) hasta la fobia más absoluta (temor angustioso e incontrolable ante ciertos actos, ideas, objetos o situaciones, que se sabe absurdo y se aproxima a la obsesión), pasando por el miedo (angustia por un riesgo o daño real o imaginario) y el tabú (conducta, actividad o costumbre prohibida, moralmente inaceptable por una sociedad, grupo humano o religión).

Los psicólogos suelen considerar que esos grados de rechazo son trastornos muy diferentes, pero esos son temas e historias que ni domino, ni pretendo profundizar. Sí quisiera simplemente aclarar, para quienes piensan que padecen algún tipo de fobia alimentaria, que miedo y fobia difieren sobre todo en que el miedo es aprendido (una mala experiencia, por ejemplo) y susceptible de ser controlado, mientras que la fobia suele ser injustificada, no se puede manejar con racionalidad y, por lo general, su tratamiento precisa de terapía profesional.

Por otro lado, tengo la impresión (muy personal) de que, en la mayoría de los casos, las consideradas fobias alimentarias son más bien manías, ya que no se trata de situaciones que provoquen un pánico real en la persona “fóbica” sino más bien un tipo de rechazo o resistencia.

Cibofobia y sitiofobia, las madres de las fobias alimentarias

Empezaré este pequeño recorrido por el mundo de Fobos, hijo de Ares y Afrodita y dios del miedo y el horror, con las dos madres de las fobias alimentarias: la cibofobia y la sitiofobia.

La cibofobia o ciborofobia es el miedo o la aversión a comer, mientras que la sitiofobia o sitofobia se refiere al rechazo de los alimentos.

Estas fobias guardan una relación directa con el acto de comer o con los alimentos y no con las consecuencias de la ingesta de comida, por lo que no deben confundirse con los trastornos psicológicos de anorexia y bulimia que parten de cánones estéticos. Otra cosa sería, por ejemplo, que habláramos de pocrescofobia que es el miedo a ganar peso.

La cibofobia supone un terror irracional a comer, por miedo a una intoxicación, a una reacción alérgica o a otro efecto molesto de la ingesta de alimentos (náuseas, vómitos, dolor abdominal, etc.). Por ello es frecuente que, pese a ser un trastorno psicológico, la cibofobia sea en realidad consecuencia de alguna patología orgánica, como obstrucciones pilóricas, isquemias u oclusiones intestinales, o diversas índoles de neoplasias. Las personas afectadas tienden a mostrar una obsesión irracional por los alimentos, sus nutrientes e incluso su procedencia, y evitan consumir alimentos desconocidos o preparados en días anteriores. Asimismo, rehúyen los platos cocinados por terceros, de ahí que no les guste comer en sitios públicos o en casas ajenas.

La sitiofobia se manifiesta como un rechazo de los alimentos que incluso llega a obedecer a ideas delirantes o alucinaciones olfatorias y gustativas que hacen pensar a la persona aquejada por ese trastorno que la comida está envenenada o resulta tóxica, o bien que puede provocar enfermedades como obesidad, diabetes, sobrepeso, etcétera.

Estas madres de las fobias alimentarias tienen una hermana pequeña más frecuente y conocida, pero igual de incapacitante a la hora de disfrutar de un buen plato: la fagofobia, que supone un miedo irracional y obsesivo a tragar y ahogarse, lo que deriva en ansiedad a la hora de enfrentarse al hecho de comer, beber o tomar medicación en pastillas.

Fobias alimentarias

Más allá de estas fobias alimentarias generales, existen otros muchos trastornos alimentarios selectivos que consisten en sentir aversión a alimentos muy específicos. Estas fobias suelen ir más allá del rechazo a un alimento determinado. Quienes las padecen no solo tienen miedo de ingerir esos productos, también sienten una profunda animadversión hacia su olor, su aspecto, e incluso no aguantan ver a otros degustarlos.

Entre estas fobias cabe mencionar, por ser las más conocidas o por su curioso carácter, la lacanofobia (fobia a los alimentos de origen vegetal), la carpofobia (fobia a las frutas), la turofobia (fobia a los quesos), la micofobia (fobia a las setas y los hongos), la metifobia o potofobia (fobia a las bebidas alcohólicas), la oenofobia (fobia al vino, ¡la más terrible de las metifobias!), la carnofobia (fobia a la carne), la ictiofobia (fobia al pescado), la araquibutirofobia (fobia a los cacahuetes o a sus derivados, como la mantequilla de maní, que se suele centrar sobre todo en el miedo a que se quede pegado al paladar), la alectorofobia (fobia a las aves de corral), la xocolatofobia (fobia al chocolate), la ostraconofobia (fobia a los crustáceos), la aliumfobia (fobia al ajo o a la cebolla, pues ambos pertenecen al género de plantas Allium, al igual que el puerro), la lycopersiconfobia (fobia al tomate), la tursifobia (fobia a los pepinillos), la acerofobia (fobia a los alimentos ácidos, como el vinagre o el limón), la hidrofobia (fobia al agua y, por cierto, un síntoma de la rabia —la enfermedad, no el sentimiento—), o la proteinofobia (fobia a las proteínas).

Cromofobias y similares (colores y temperaturas)

Existen además otras fobias que también influyen en la relación que tienen quienes las padecen con la comida, como la fobia a determinadas temperaturas, entre las cuales cabe mencionar la criofobia o frigofobia (miedo a la sensación de frío) y la termofobia (miedo a la sensación de calor).

Otras fobias que afectan al mundo de la alimentación son las cromofobias (miedo a los colores), entre las cuales resulta pertinente resaltar la clorofobia (miedo al verde, ¡espinacas fuera!), la eritrofobia (miedo al rojo ¡y si encima padeces lycopersiconfobia, ni te cuento!), la xantofobia (miedo al amarillo ¡se acabaron los curris!), la crisofobia (miedo al naranja ¡adiós zanahorias!), la porfirofobia (miedo al púrpura o violeta, ¡quita la piel de las berenjenas!), la leucofobia (miedo al blanco ¡añade chocolate a la leche!) y la melanofobia (miedo al negro ¡con lo ricos que son los chipirones en su tinta!).

Fobias conexas

Por fin, no se deben olvidar las distintas fobias relacionadas con el comportamiento en el ámbito de la gastronomía como la deipnofobia (miedo irracional y enfermizo a las conversaciones durante las comidas y a las conversaciones de sobremesa), la mageirocofobia (fobia a cocinar —sorprende la similitud entre “mageiro”, cocinero o carnicero, en griego, y “mágico”—, ¡lo que se pierden!), la neofobia (miedo a probar algo nuevo, se refiere tanto a los alimentos como a todo tipo de elementos o experiencias), la geumofobia (miedo injustificado a los sabores), la toxifobia (miedo a ser envenenado) y, para terminar, la consecotaleofobia (¡miedo irracional a los palillos chinos!).

El caso es que con tantas fobias alimentarias que nos acechan (reconoced que la consecotaleofobia es un tanto inesperada), no deja de asombrarme lo poco que estas afectan a quienes somos entusiastas de la buena mesa. Lo que no me parece sorprendente es la cantidad de fobias alimentarias que se conocen, ya que el universo de la gastronomía es infinito, por lo que las fobias conexas también han de serlo. Sin embargo, en contrapartida, también lo deberían ser las filias opuestas. Entonces ¿por qué nunca hemos oído hablar de cibofilia, sitiofilia, geumofilia (¡esa me gusta!), etcétera. Porque os garantizo que las “contrafobias” existen, yo gozo de varias de ellas (por no decir de casi todas) y creo que es el caso de la mayoría de quienes disfrutan del exquisito mundo de Hestia y Dioniso (dioses griegos de la cocina y el vino, respectivamente). ¡Ganas me dan de reinventar el vocabulario psicológico alimentario!

Como colofón querría señalaros dos fobias que no están relacionadas con la alimentación, pero cuyo nombre (al fin y al cabo también hablamos de lengua) me ha llamado la atención: la hexakosioihexekontahexafobia que es el miedo irracional al número 666 (por lo general, asociado con el diablo, por lo que tiene sentido) y la hipopotomonstrosesquipedaliofobia, término que parece totalmente impropio para una fobia que se refiere al miedo cerval a la pronunciación de palabras largas, complicadas o inusuales.

Creo que este recorrido por las distintas fobias alimentarias ha sido bastante exhaustivo, aunque no me cabe la menor duda de que más de una me habré dejado en el tintero. Si conocéis o se os ocurre alguna más, os invito encarecidamente a compartirla en este sitio.

Ilustración: Yuriria Culebro París

Promoción enero

Para celebrar el inicio de un nuevo año lleno de esperanzas, proyectos y perspectivas halagüeñas, me complace ofrecer a quienes estén interesados en mis talleres un 5 % de reducción en todos los bonos, hasta el 31 de enero de 2021. Así, los bonos quedarían como sigue:

  • Bonos de 1 taller:      38 € + IVA
  • Bonos de 2 talleres: 66,5 € + IVA
  • Bono de 3 talleres:    85,5 €+IVA
  • Bono de 4+1:                        114 € + IVA
  • Bonos chárter:          28,5 € + IVA por persona.

Tened en cuenta que no es necesario que fijéis de inmediato ni las fechas, ni los talleres. Podéis reservar a medida que veáis vuestra disponibilidad, siempre y cuando queden plazas en los grupos que os interesen. Además, habida cuenta de que los bonos no son nominales, podéis incluso regalarlos o invitar a otra persona a asistir a alguno de los cursos con vosotros.

Esta promoción será válida hasta el 31 de enero de 2021.

La harina: un explosivo desconocido

Entrada 4 – Sábado 2 de enero de 2021

La primera explosión por polvo de harina documentada data de diciembre de 1785 y se produjo en el almacén de la panadería Giacomelli en Turín (Italia). El caso figura en los anales de la Academia de la Ciencia de Turín y ya entonces se determinó que la explosión fue causada por harina en suspensión que entró en contacto con una lámpara de aceite.

El 2 de mayo de 1878, en Minneapolis (EE. UU.), en el molino Washburn se incendia la harina en suspensión. La consiguiente explosión derriba un edificio de siete plantas y hace volar el techo por los aires. Mueren dieciocho trabajadores.

El 13 de marzo de 1985 en el puerto de Bahía Blanca (Argentina) veintidós personas pierden la vida como consecuencia de una inmensa explosión de harina.

El 20 de agosto de 1997, en Blaye (Francia), una explosión destruye 29 silos de grano de los 45 con los que contaba la instalación. Mueren 11 personas.

El 7 de abril de 1993, en Bélgica, explota un silo de cereales. Balance: cinco muertos y dos heridos graves.

El 21 de mayo de 2005, la explosión de una harinera en Huesca se cobra cinco vidas.

En los años subsiguientes se cuentan innumerables incendios y explosiones de polvo de cereales (South Sioux City, Valladolid, Palencia, Zaragoza, Francia, Bélgica), aunque por suerte con menos víctimas, ya que las medidas de seguridad (ventilación adecuada, filtros, barreras físicas, limpieza, etc.) han ido ¡por fin! en aumento.

El problema fundamental es la escasa concienciación respecto del peligro de explosión que entraña el polvo de cereales y, en particular, de harina refinada. Se trata de una amenaza por lo general desconocida, pese a que solo se necesitan 50 gramos de harina por metro cúbico de aire para que la mezcla sea inflamable. La harina se compone principalmente de almidón, un carbohidrato hecho de moléculas de azúcar encadenadas que se pueden quemar con gran facilidad (en el exterior, porque una vez ingeridas, cuesta Dios y ayuda quemarlas, os lo aseguro).

Causas de las explosiones de polvo

La explosión de polvo se produce cuando materiales sólidos inflamables se mezclan en gran volumen con el aire, en presencia, además, de algún foco de calor. La interacción de esos tres factores (polvo de cereal, aire y calor) provoca la primera explosión, que desencadena un incendio pequeño y levanta el polvo depositado en el resto de la instalación. Este, al combinarse con el aire y el incendio inicial induce una nueva explosión (explosión secundaria), que a su vez origina nuevas ondas expansivas que remueven el polvo de otras áreas, ocasionando nuevas explosiones (explosión terciaria), y así sucesivamente. De este modo, las instalaciones se ven sometidas a una reacción en cadena que puede adquirir visos de catástrofe total y mortal.

Fuente: Gabriel Serrano, Universidad Panamericana del Puerto (Venezuela)

Índice de explosividad y riesgo de explosión

Las explosiones pueden ocurrir en cualquier fase de todo proceso que conlleve la manipulación de polvo de cereales, como la molienda, el secado, el transporte o el almacenamiento en silos, entre otros. Los riesgos de explosión dependen del material almacenado y responden a un índice de explosividad.

NATURALEZA DEL POLVOÍndice de explosividad
Almidón de trigo35.00
Almidón de patata20.90
Almidón de maíz10.60
Azúcar en polvo9.60
Polvo de granos9.20
Índice de explosividadRiesgo de explosión
< 0.10Débil
0.10 a 1.00Moderado
1.00 a 10.00Fuerte
> 10.00Muy fuerte

Fuente: Laboratorio Oficial J.M. Madariaga. Revista MAPFRE Seguridad N° 82.

Un experimento

De hecho, cualquiera puede hacer una pequeña prueba. Solo necesita un plato con harina, una vela y una pajita o popote. Se pone la vela delante del plato de harina y se sopla por la pajita consiguiendo una llamarada en cuanto el polvo toca la llama.

En este vídeo podéis ver en vivo la experiencia:

https://www.youtube.com/watch?v=YT9IUQFh1nQ

Investigué y me di cuenta del peligro que entraña esta inocente sustancia, siempre presente en nuestros hogares. También me ha resultado sorprendente ver que en muy pocos manuales profesionales de repostería se trata de este importante riesgo.

En conclusión: es conveniente evitar la manipulación de harinas cerca de fuentes de calor y explicarles a quienes nos rodean este peligro desconocido, aunque real.

Espero, por consiguiente, haber aportado mi motita de harina en aras de la seguridad en nuestras cocinas.

La sal de la tierra, el Jano de la alimentación

Entrada 3 – Domingo 27 de diciembre de 2020

La sal, a veces muy buena e indispensable para la salud, a veces muy mala e incluso letal, me evoca a Jano (Ianus), aquel inquietante dios de doble cara de la mitología romana. Estas son, además, fechas idóneas para acordarnos de él ya que de su nombre procede “enero” (ianuarius), el primer mes del año.

Jano, dios de las puertas y los portales, los comienzos y los finales, los cambios y las transformaciones, los pasos y las transiciones, se invocaba el primer día de enero. Para muchos, una de sus caras, la de Jano Patulsio, representa lo positivo, la decisión acertada y beneficiosa, y la otra, la de Jano Clusivio, simboliza el error, la opción incorrecta y perniciosa.

Del mismo modo, la sal ostenta dos facetas totalmente contradictorias (como Jano, pero también como muchos seres humanos). Su consumo moderado es saludable (evita la deshidratación y es fuente de iodo) y, sin embargo, el exceso de sal es perjudicial para la salud (favorece la hipertensión) y para el suelo (esteriliza la tierra).

Desde los albores de la humanidad la sal o cloruro sódico (NaCl) se ha obtenido, bien por excavación de canteras, bien por evaporación del agua marina en las salinas. Se compone de un 40 % de sodio y un 60 % de cloro. A este último se debe el “sabor salado” (otras sales sódicas no tienen el mismo sabor) cuya percepción, totalmente personal, evoluciona y se forma con el tiempo en función de la intensidad, la naturaleza, la concentración y los usos. Los hábitos alimenticios estimulan diversos receptores del sabor, el gusto y el aroma con las consiguientes variaciones en nuestra forma de percibir, degustar o apreciar cada alimento.

Aunque se hable mucho de los riesgos del consumo de este mineral, la sal es indispensable, pero en su justa medida. El funcionamiento adecuado de nuestros organismos solo requiere pequeñas cantidades de sodio, pequeñas pero imprescindibles. Estas pequeñas cantidades son vitales para controlar la hidratación del cuerpo pues mantienen el pH de la sangre y regulan los fluidos, por lo que introducen agua en las células y ayudan así a la transmisión de impulsos nerviosos y a la relajación muscular.

Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras instituciones sanitarias internacionales han llevado a cabo estudios que demuestran la relación entre el consumo excesivo de sal y las enfermedades cardiovasculares. A la luz de esos estudios, la ingesta media recomendada es de 5 g de sal (yodada) al día, lo que equivale a una cucharadita de sal llena y a 2 g de sodio.

Desde la Antigüedad, la sal ha sido un elemento tan esencial para el ser humano que muchas poblaciones se asentaban cerca de los depósitos de este valioso mineral, al objeto de controlar su comercio. Todas las gastronomías del mundo la utilizan como condimento o como conservante. En China, se tiene constancia de su uso desde el siglo XVII a. C. y, en Europa, en los tiempos del Imperio romano, se crearon rutas específicas para su distribución. Llegó a ser la divisa con la que se pagaba a los trabajadores (“salario” procede del latín salarium, que a su vez procede de “sal”).

La colocación del salero en la Edad Media era una ceremonia compleja, y el resto de los elementos se disponían con relación a este, incluidos los invitados, cuyo rango social determinaba la posición de su asiento respecto a un salero de plata.

Si bien en la cultura de los pueblos antiguos, la imagen de la sal va unida a los conceptos de bonanza, fidelidad, hospitalidad y amistad, conforme se refleja en la expresión “sal de la tierra” con la que Jesús habla de sus discípulos en el “Sermón de la montaña” (Mt 5, 13), también se ha utilizado como maldición ya que en la Biblia se dice que al malvado se «le dé casa en el desierto y albergue en una tierra salada» (Job 39, 6) o que «permanecerá en la sequedad del desierto, en tierra salobre e inhabitable» (Jr 16, 6). En otro célebre pasaje bíblico, la sal es instrumento de castigo divino (Gn 19, 1-29), cuando un emisario del Señor le ordenó a Lot que abandonara la corrupta ciudad de Sodoma sin volver la vista atrás, orden que su mujer, Sara, desobedeció, por lo que quedó transformada en estatua de sal.

Los sacerdotes egipcios no consumían sal, pero preconizaban derramarla sobre las ciudades destruidas por las guerras y las epidemias para alejar a los demonios. Se piensa que esta costumbre persistió durante las guerras púnicas y que las ruinas de Cartago fueron rociadas de sal por los romanos. Lo mismo hizo Abimelech con la conquistada ciudad de Siquem. No se sabe si estos guerreros triunfadores lo hacían con fines purificadores (con buenas intenciones) o para fastidiar un máximo al enemigo (con malas intenciones).

En efecto, la sal absorbe cualquier tipo de humedad (por ejemplo, en caso de plaga de pulgas o chinches, una solución consiste en echar sal sobre las diferentes superficies infestadas: los huevos se desecan y se frena la plaga). Así, la alta concentración de sales en el suelo obliga a los cultivos consumir una energía extraordinaria para absorber el agua. Se trata de un efecto osmótico similar al producido por el estrés hídrico, en el que el cultivo sufre la falta de agua en el suelo. Como consecuencia de este estrés salino, el cultivo ve reducido su desarrollo vegetativo, su crecimiento y, por consiguiente, su producción. Otro efecto destacable es el retraso en la germinación y la emergencia de la planta que puede llegar a ser fatal si esta emergencia coincide con un encostramiento añadido (formación de una costra de sal a medida que el sol o el calor secan el agua de la solución salina).

En todo caso, la salinización artificial de los suelos por contaminación de residuos (como los producidos con la elaboración de alimentos con salmueras o las plantas desalinizadoras) puede tener graves consecuencias, ya que el exceso de sal matará toda vida durante mucho tiempo. Salvo que se haga un “lavado”, que no solo resulta caro sino también extremadamente contaminante, el equilibrio químico del suelo se verá afectado de modo irremediable.

Algunos cultivos, sin embargo, precisan de un suelo salino, aunque no en exceso, pues someterlos a un estrés hídrico mejora su calidad (como pasa con determinadas variedades de uva). Entre las plantas que no solo sobreviven en suelos salinos, sino que a veces crecen mejor en terrenos de esa índole, están el perejil, el romero, el brezo, la lavanda, la verbena, el laurel, el algarrobo, el ciprés, el algodón, la cebada, la remolacha azucarera, el olivo, el granado, la palmera datilera, el palmito, el eucalipto y casi todos los cítricos.

Para terminar, es interesante observar que existen muchas expresiones idiomáticas y numerosos rituales y costumbres que reflejan esa dualidad de la sal. En México, por ejemplo, cuando alguien te echa mal de ojo se dice que te ha “echado la sal”. En algunos pueblos árabes se sellan las alianzas con esta sustancia y con la frase «hay sal entre nosotros» y aún se emplea la expresión «se le niega el pan y la sal» para indicar un rechazo absoluto y cruel.

En muchos sitios, cuando el salero se cae en la mesa hay que proceder a algún tipo de ritual para alejar la mala suerte; sin embargo, también se utiliza en diferentes ceremonias para limpiar o alejar los malos espíritus e incluso se han encontrado ofrendas de sal en asentamientos religiosos o mortuorios de diversas partes del mundo. Algunos consideran que la sal fomenta la fecundidad o evita la impotencia, por lo que en distintos lugares de Europa se pone sal en los bolsillos del novio, mientras que, en otros lugares, una de las misiones de la madrina de la boda consiste en vigilar el lecho de los recién casados para que ninguna persona envidiosa les eche sal en la cama, lo que les traería disgustos e impotencia o esterilidad (y desde luego, al menos una gran incomodidad).

Poder purificador o fuerza dañina, la sal presenta esa doble cara de un Jano bifronte, a veces abierto y acogedor y otras cerrado y hosco. También tiene en común con ese desconcertante dios, la necesidad de contar con sus cualidades y, al tiempo, guardarnos de su peor faceta. Los romanos abrían las puertas del templo de Jano al inicio de las guerras, y las cerraban cuando estas terminaban. Del mismo modo abramos a la sal las puertas de nuestras alacenas, pero mantengamos cerrado el salero cuando su presencia resulte excesiva y, por lo tanto, nociva.